martes, 15 de mayo de 2007

Quijote y Don Sancho


Este Quijote que tengo in mente no merece el Don. En cambio al otro pobre Sancho, quizás le quepa.
El primero es el macho de América, el que dijo a voz en cuello que no le tenía miedo a nadie, mientras desafiaba a un general octogenario que estaba preso. Desde su cabalgadura atrilesca no deja de librar batallas contra sus imaginarios enemigos, acusa, se queja de quienes no comprenden la estoica misión emprendida en pos de una victoria conjetural.
Su Dulcinea va y viene luciendo modelos en otras tierras, mientras él le reserva, por las dudas, la gloria del cargo máximo, asegurándole su caballeresco apoyo desde el escritorio vecino al despacho presidencial. Va cubriendo así todos los flancos para que nadie se atreva a desmontarlo.
Don Sancho con sumisión, estaba al mando de la pingüinera del macho. Pero los remolinos de viento sureños se le convirtieron en un desparramo de ciclones que lo dejaron grogui. Nadie lo ayudó, nadie lo apoyó, nadie lo fue a visitar para consolarlo o darle ánimo. Hasta que el golpe de gracia le cae y la espada del Quijote lo saca limpito de su poltrona.
Pero no había ya posada, ni caballo, ni atril seguro para Quijote en su tierra natal. Entonces manda a su hermana a la asunción del sucesor puesto manu militari. Prefirió probar en cuerpo ajeno, cual sería la reacción de sus comprovincianos ante alguien de su misma cuna. Mientras, junto a Dulcinea, miraba con valentía a distancia, los avatares de una repulsa violenta y desmedida a la que es sometida la víctima propiciatoria.
¡Si da vergüenza hermano, tan alto y grandote el hombre, usando a una mujer! Le saco el Don por eso, se lo paso a la Doña enharinada y al Don Sancho le mando mi pésame por equivocarse de compañero.

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