La culpa
Hace un tiempo oí a un sacerdote decir que “para comprender nuestros desajustes, hay que saber leerlos en las historias de la Biblia”. Fue así que me introduje en el Génesis y en los relatos que hablan del origen del pecado, del mal.
Si nos proponemos navegar entonces por la Biblia, descubriremos nuestros desajustes y dónde nace el pecado de echar culpas para justificar faltazos y errores propios y ajenos en nuestra conflictuada sociedad.
Lo primero que salta a la vista es que la mejor manera de tratar de liberarnos de la culpa, del error cometido, es buscar a otros culpables. Adán le tira la culpa a Eva, Eva se la tira a la serpiente y Adán, hasta le tira culpas a Dios, cuando le dice, como a modo de reproche: “la mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto”. Pero vemos también que la culpa no se borra en nuestro interior porque, mal que nos pese, nos duele y nos marca y que, además, por lo general deja secuelas en los demás y en nosotros mismos.
En distintos relatos comprobamos también cómo, una vez instalado el pecado, el mal se desparrama. Caín no pudo compartir la alegría de su hermano Abel, quien había sido recompensado porque trabajó bien y supo progresar. Puso entonces en marcha los diablitos de la amargura, la envidia y el resentimiento, que lo llevaron a la violencia del asesinato. Habrá pensado: uno menos para que no me haga sombra y no se dio cuenta de que esa sombra y la culpa lo perseguirían de por vida a él y a su genealogía.
David, el hombre santo, en vez de reconocer su pecado y hacerse cargo, llegó también al asesinato de su mejor soldado y amigo. Pensando que así podría salvar su prestigio y su honor, sólo consiguió el castigo y la pena que lo hirieron en lo más profundo de su ser y en el de sus seres queridos.
Navegando en nuestros tiempos y en nosotros mismos, podemos ver que cuando faltan argumentos para justificarnos o cuando nos pescan in fraganti en una falta, es común que busquemos un chivo expiatorio o subterfugios para ocultar lo inocultable. Pero no menos cierto es que una falta grave desparrama sus consecuencias, no sólo en el que las comete, sino en los que nos rodean y en los que vienen detrás.
En la búsqueda del poder o de su conservación a cualquier precio, es fácil comprobar que, tarde o temprano, las consecuencias nocivas de poner en marcha mecanismos perversos para su logro, dejan marcas difícilmente levantables en la vida propia y en la de la sociedad.
Tampoco se nos escapa que, en los más distintos ámbitos, cuando la lógica pasa por reconocer el éxito o el triunfo de los mejores, se pone en marcha una búsqueda para poner trabas, difamar o extorsionar y elaborar culpas, que terminen por sacar del medio o de los primeros planos al que hace sombra.
Estas fallas humanas son pues tan viejas como la historia y no podemos asombrarnos de lo que verificamos y leemos todos los días cuando se nos ocurre incursionar, por ejemplo, en los vericuetos del poder contemporáneo: el que llega del brazo de malas artes, atropellando o sin mayores méritos, siempre empieza lamentando “la pesada herencia” y, aunque pasen los años, sobrevuela sin destino la explicación de que la culpa siempre la tiene el que vino antes, el que engañó haciendo caer en la tentación o el error a los pobres incautos, el que no dejó hacer, aunque nadie haya visto los esfuerzos de quienes algo pudieron hacer.
Son pocos los que asumen la culpa de sus errores y de sus acciones. Lo que es peor, es que las lecciones no son aprendidas y que la tentación del poder sigue envenenando las mentes de los que quieren mantenerlo a costa de cualquier cosa, aun a sabiendas de que no hacen lo que corresponde. Por eso no nos sorprende que por decenios el Riachuelo siga siendo una cloaca de muerte y miseria; que nuestras fronteras estén desprotegidas para el contrabando y el tráfico de drogas que ayudan a matar a nuestra juventud; que las aguas sigan envenenando a nuestras poblaciones del interior con arsénico, nitrato, cromo y otras lindezas; que los basurales a cielo abierto sigan creciendo sin soluciones; que la educación sirva para deformar mentes más que para dar una formación sana y útil que fomente el crecimiento moral y material de las personas; que se busque culpar de la inflación a los productores de carne, leche y cereales o a los supermercados; que los pobres sigan en aumento; que los mejores no puedan avanzar porque no participan del banquete de los corruptos y...para qué seguir.
El palabrerío que envuelve justificaciones y culpas ajenas, ya lo conocemos y, si sabemos mirar y pensar, nos daremos cuenta de que ya todo está escrito en los cuentitos de la Biblia. ¡Sálvenos Dios de los castigos si no reconocemos a tiempo nuestras culpas y errores para enmendarlos y hacer una sociedad mejor!
miércoles, 3 de octubre de 2007
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)